De Alejandra Munaico
El ajedrez. Un juego regido por la estrategia y la agilidad mental del jugador. Un conjunto de piezas sobre un tablero de casillas blancas y negras, que esconde unos conflictos fascinantes, capaces de tomar rumbos tanto inesperados como fascinantes. La famosa serie de Netflix “Gambito de dama” fue capaz de recrear y de capturar la esencia de esa lucha latente que se vive dentro de la mente de cada ajedrecista. La serie está basada en un libro del mismo nombre escrita por Walter Tevis en 1983, uno de los numerosos libros que tienen al ajedrez como un medio para contar la historia de su protagonista. Efectivamente, el ajedrez y la literatura han tenido una relación cercana, por lo que no es de sorprender que haya protagonizado obras con temas tan profundos como la muerte o el más allá.
Vladimir Nabokov y el ciclo de la vida
Uno de los tópicos más llamativos es cómo una partida de ajedrez puede influir en la vida del protagonista y modificar para siempre su suerte. Este tema cautivó a Vladimir Nabokov, quien en su novela La defensa presentó a Luzhin, un joven solitario e inadaptado que descubre en el ajedrez una razón para vivir. Cuando descubre este deporte ciencia, su padre narró cómo Luzhin lo veía: “no solo se divierte con el ajedrez, sino que parece celebrar un rito sagrado”. Y estaba en lo correcto, pues Luzhin: “no contemplaba las talladas crines de los caballos ni las cabezas brillantes de los peones, pero sentía con toda claridad que esta o aquella casilla imaginaria estaba ocupada por una fuerza definida y concentrada, de modo que le era posible concebir el movimiento de una pieza como una descarga, una sacudida o el fulgor de un relámpago, y el tablero entero de ajedrez se imantaba de tensión, y sobre esta tensión él ejercía un dominio total, concentrando aquí y liberando allá toda la energía eléctrica […] el cansancio físico no era nada en comparación con la fatiga mental que era su premio por el intenso esfuerzo y el éxtasis implícito en el juego mismo, que él dirigía desde una dimensión celestial en la que sus instrumentos eran cantidades incorpóreas”.
Esta forma de interpretar una partida me conmovió, porque serán esos profundos sentimientos por el ajedrez lo que llevará a Luzhin a un auge y después a una decadencia mortífera. La muerte de su padre marcará el inicio de la obsesión de Luzhin. El ajedrez ya no será tan solo un refugio, sino una coraza del mundo exterior. Es fascinante ver cómo Nabokov diluye la línea que separa la realidad y el ajedrez: la jugada defensiva de Luzhin abandona el tablero y se materializa como una defensa psicológica, vital, la escapatoria de la cruel realidad.
Luzhin se entrega al ajedrez en cuerpo y alma. Se convertirá en un gran maestro y explotará al máximo sus habilidades; sin embargo, en el capítulo ocho Luzhin jugará contra Turati, su rival. El choque de estas dos mentes, traspasa un plano meramente competitivo. Se enfrentan dos interpretaciones de la vida, del ser, del ajedrez mismo.
A partir de ahí, la vida de Luzhin inicia su inevitable caída; las descripciones de Nabokov se vuelven más pesadas y taciturnas como un claro reflejo de la lenta autodestrucción del protagonista, que lo lleva a caer más y más en un pozo sin fondo del que no sabemos si podrá salir.
Borges y el infinito
Si la prosa de Nabokov es sorprendente, la poesía de Borges dedicada al ajedrez es magnífica. El segundo soneto de un poema doble titulado “Ajedrez” dice así:
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.
No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.
También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?
Borges escribió “Ajedrez” como un soneto de endecasílabos yámbicos. Las dos fuentes principales del poema se encuentran en Rubaiyat de Omar Khayyám y dos obras de Miguel de Unamuno tituladas La esfinge y Del sentimiento trágico de la vida.
Los dos primeros versos inician con la descripción de las piezas. La enumeración crea un efecto de lentitud, una introducción demasiado larga que se vuelve indeterminada. Los adjetivos que acompañan a las piezas crean un ritmo tonal atractivo: empezamos con el “tenue rey” que enseguida nos hace pensar en un rey debil, por ello el objetivo, el protagonista de la batalla; seguido de un sesgo alfil, puesto que define el movimiento oblicuo de la pieza. “Encarnizada” es el mejor adjetivo para la reina, una pieza que se mueve hacia cualquier lado, casi sin límites. Esa capacidad la hace peligrosa, pero a la vez incosciente porque su violencia la hace víctima de la imprudencia que la puede llevar a cometer errores en el campo de batalla; la “torre directa” no necesita gran explicación, pues su movimiento rectilineo es la principal característica de esta pieza; por último, el “peón ladino” hace una referencia a su astucia, la pieza más debil, que lucha no por habilidad sino por propia convicción y, por ello, está en la primera línea de defensa.
Los versos 3 y 4 describen el tablero donde la batalla se da lugar. Negro y blanco son colores complementarios en la tabla cromática, colores que se odian. Por tanto, surge una marcada oposición: los buenos y los malos, el ataque y la defensa. El blanco que ocupa la ventaja y el negro que ocupa la postura defensiva.
La presentación de las piezas es casi heroíca, pasando de la singularidad a la compleja batalla que se libra una y otra vez sobre el negro y el blanco. Entonces, llega la segunda estrofa y le quita la voluntad a las piezas con la anáfora “no saben”. El destino de esas piezas por muy heroícas que sean, se encuentra bajo el yugo del jugador, quien a su vez es prisionero. Lo negro y lo blanco trasciende el plano del tablero, dándonos a entender que el ser humano también está subyugado al claroscuro de la vida, una vida también controlada por un ente superior. La mención de Omar hace referencia a la ya mencionada tesis de Omar Khayyám, quien escribió: “Y después de todo, qué es la vida sino un inmenso tablero de ajedrez, sobre el cual el Destino mueve a los hombres como si fueran piezas, y luego los coloca en una caja de madera”. (citado por Casas, 2006, p. 145)
Conclusión
La cuarta estrofa nos dirige a una conclusión metafísica que encierra la pregunta sin respuesta sobre el más allá. En un plano expansivo, la pieza es dirigida por el jugador, quien a su vez es controlado por Dios, pero ¿quién mueve a Dios? ¿Será Dios quien se controla a sí mismo o acaso habrá algo más, un infinito desconocido y que jamás conoceremos?
El ajedrez es un juego de posibilidades infinitas y solamente el que dirige el juego es el que consigue la victoria. La vida es igual: un frenesí de sucesos interminables parecidos, pero nunca iguales, donde vencerá aquel que tenga suerte y estrategia, aunque este siga bajo el control de Dios.
Me atrevo a denominar al ajedrez como un “universo pequeño”. Hay tantas posibilidades que pueden transformar la partida en una batalla campal o en una cacería cruenta. Hablar sobre su conexión con la literatura me resultó interesante porque era de esperarse que un juego tan estratégico como cautivador tuviera mil y una formas de interpretarse y plasmarse entre páginas. Hemos visto su relación con el infinito y esa conexión demencial de Nabokov entre el ajedrez, la vida y la muerte, pero estos son solo dos ejemplos que me cautivaron, por lo que los invito a buscar otras obras que traten esta relación tan compleja y magnífica entre este juego de estrategia y la literatura.