De Alessandro Canturini
6 y 9 de agosto de 1945
Niños jugando y/o en camino al colegio, mujeres colgando la ropa para secar, y hombres, que no formaban parte del ejército, dirigiéndose a sus trabajos. Así eran las personas que inundaban las calles de Hiroshima la mañana del 6 de agosto de 1945. A las 8:14 am, y sin ningún aviso, la bomba Little Boy fue arrojada del cielo. Un minuto después explotó y generó una bola de fuego que acabó en un instante con la vida de 80 000 personas: algunos (los más cercanos al centro de la explosión) fueron evaporados completamente, dejando solo una sombra para recordar su existencia; otros fueron carbonizados, dejando desparramados por toda la ciudad cadáveres desnudos, mutilados y con la piel pelada. Le siguieron rápidamente incendios desastrosos y enormes nubes de hongo de las cuales se desprendieron lluvias negras y radioactivas. Tres días después, en la mañana del 9 de agosto, la ciudad de Nagasaki presenció la caída de la segunda bomba atómica, la cual provocó la muerte instantánea de 40 000 personas.
Setenta y siete años después, es importante analizar el impacto que tuvo este evento catastrófico en la cultura, la sociedad y el arte japonés.
El horizonte antes del cataclismo
En el siglo XVII, el Shogunato de Japón, en ese entonces basado en un sistema político feudal y tradicional, entró en un estado de asilamiento nacional completo, prohibiendo la salida de sus pobladores y limitando el comercio internacional. Por más de doscientos años, Japón desarrolló un divino sentido de nacionalidad y reverencia hacia sus figuras al mando. Las superpotencias extranjeras, que ya habían conquistado y sometido a las naciones vecinas, se acercaron nuevamente al país del sol naciente, reclamando que se abrieran sus puertas para el comercio. Esto provocó una crisis nacional, la cual terminó en 1868 con el inicio de la Restauración Meiji y la instauración del Gran Imperio del Japón. Es así como empezó un periodo de modernización e industrialización nacional, acompañado de un expansionismo imperialista en Asia del Este. Su objetivo era claro: demostrar a las potencias occidentales que Japón era ya un país bastante moderno y fuerte como ellos. Además, a través de la expansión, el gobierno pudo satisfacer el sentimiento nacionalista de la población. En los años previos a la Segunda Guerra Mundial, además, se promovió el tennoismo, es decir el culto al Emperador. Se requirió al pueblo japonés la obediencia absoluta y la lealtad al jefe del Imperio, considerado descendiente de los Dioses: de este modo, se conseguía crear la percepción de que el suicidio en nombre del Imperio era más digno que la rendición.
Por eso, cuando cayeron las bombas atómicas, la población nipona presenció la muerte de un sistema y una identidad que los había acompañado por siglos. El Emperador, figura divina que los protegería de los enemigos occidentales, fue incapaz de evitar la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, y tuvo que recurrir a la rendición. El Japón después de la guerra fue un país que debió afrontar una crisis de identidad regional sin precedentes y soportar una vergüenza nacional y colectiva mayúsculas.
El arte atómico de Japón
Muchos japoneses intentaron reprimir estos trágicos eventos y continuar con sus vidas. Sin embargo, los hibakusha, es decir los sobrevivientes de los bombardeos, fungieron como un recuerdo perenne del cataclismo atómico. La exposición a la radiación y los efectos del estallido provocaron que unas 650 000 personas desarrollaran desfiguraciones físicas y otras graves enfermedades con el paso del tiempo, como cáncer y leucemia. Además, los sobrevivientes debieron vivir con un fuerte trauma, debido a las escenas de horror que presenciaron los días siguientes a la explosión. Sumado a todo esto, al ser recuerdos vivos de la derrota nacional, fueron discriminados y repudiados por el resto de la población y por el mismo Estado japonés, quedando en lo más bajo de la escala social.
El miedo y el trauma fueron dos constantes de la vida, no solo de los sobrevivientes de los estallidos, sino también del resto de la población japonesa tras las catástrofes atómicas. Por lo tanto, estos factores también se vieron impregnados en la cultura nipona, y especialmente, en el arte, denominado posteriormente arte hibakusha.
La representación artística de años sucesivos a los estallidos de Hiroshima y Nagasaki fue caracterizada por una omisión de la catástrofe nuclear, debido a dos factores principales: el primero fue que, tras la derrota del Imperio de Japón, la isla fue ocupada durante siete años por las fuerzas americanas, que prohibieron cualquier tipo de mención de las bombas; el segundo motivo concierne a lo susceptible que aún era la población ante un tema tan delicado como los traumas de la posguerra. Sin embargo, en este periodo, varios artistas se dedicaron a retratar (directa o indirectamente) las consecuencias y los horrores de las bombas nucleares. Algunos ejemplos son la colección de murales Fantasmas realizados por Iri y Toshi Maruki, y la película Gōjira (Godzilla) de 1954. El caso de esta película es especial, pues en Japón fue un símbolo del dolor generado por el desastre nuclear (de hecho, la piel de Godzilla está inspirada en las heridas que algunos hibakusha presentaban), mientras que en Estados Unidos fue vista como una simple película de monstruos: inclusive fue adaptada para el público americano, pero sin la componente de critica nuclear y militar.
(Fantasmas I – Iri Maruki & Toshi Maruki – 1950)
(Gōjira – Ishirō Honda – 1954)
Los años pasaron, llegaron nuevas generaciones de artistas (quienes aún eran niños cuando las bombas estallaron) y el entendimiento de lo sucedido cambió: el sentimiento pasó de ser reaccionario y emotivo, a reflexivo y pesimista. La crisis de identidad (de la nación entera y del individuo) se convirtió en la temática principal del arte japonés de los años ’60: un arte que tomó un carácter más existencialista y absurdista. Recordemos que los ideales tradicionales del Imperio japonés se vieron destruidos junto con el exterminio de Hiroshima y Nagasaki, por lo que el país (y sus pobladores) se había quedado sin personalidad, sin alma y sin rumbo. Los pintores, fotógrafos y cineastas nipones, entonces, comenzaron a cuestionarse qué era Japón, pregunta que no parecía tener respuesta.
En la década del ‘80, sin embargo, los artistas empezaron a hartarse del absurdismo, del pesimismo y del sentimentalismo que había caracterizado el arte japonés durante treinta años. La catástrofe nuclear ahora se sentía lejana, por lo que ya no podían continuar aferrándose a lo sucedido por más tiempo. Por eso, los artistas nipones empezaron a centrarse más en el futuro, en las nuevas generaciones y en la idea de un mañana sanado, equilibrado y esperanzado. El principal exponente de este nuevo movimiento es el cineasta Hayao Miyazaki (director de Mi vecino Totoro y El viaje de Chihiro), cuyas películas giran en torno de las nuevas generaciones (presentan protagonistas niños) y de la derrota del mal, no a través de más mal, sino con un profundo pacifismo utópico.
Sanar y recordar
Es a través de este último grupo de artistas que Japón, un país que presenció el cataclismo nuclear (en dos ocasiones) y un radical resquebrajamiento de su identidad nacional, ha podido formar nuevos ideales que moldeen la sociedad nipona, una sociedad que aún conserva el trauma de las bombas atómicas de 1945, pero que lucha por un futuro tranquilo. El arte, por lo tanto, ha fungido como un medio para sentir, sanar, y sobre todo, recordar.
Setenta y siete años han pasado desde el estallido de las bombas atómicas en el país del sol naciente y el mundo parece no haber aprendido nada (en el planeta, existen unas 14 465 armas nucleares). Por esto, es importante recordar el horror vivido en Hiroshima y Nagasaki; recordar los miles de personas cuyas vidas vieron su fin en un instante, los miles de niños que quedaron huérfanos y desesperanzados, y la experiencia de una nación que quedó traumada por el deseo de una nación de mostrarse superior armamentísticamente.
Rappresentazione dell’orrore nel sole nascente
Di Alessandro Canturini
6 e 9 agosto del 1945:
Bambini che giocano e camminano verso la scuola, donne che stendono il bucato e uomini, che non facevano parte dell’esercito, che si dirigono al lavoro. Così erano le vite delle persone che inondavano le strade di Hiroshima la mattina del 6 agosto del 1945. Alle 8:14 a.m., senza preavviso, la bomba Little Boy fu lanciata dal cielo. Un minuto dopo è esplosa e ha generato una palla di fuoco che ha tolto la vita a 80.000 persone in un istante. Alcuni (quelli che si trovavano vicino al centro dell’esplosione) furono completamente disintrgrati, lasciando solo un’ombra per ricordare la loro esistenza. Altri furono carbonizzati, lasciando cadaveri nudi e mutilati sparsi per tutta la città. Immediatamente dopo, ci furono grandi incendi ed enormi nuvole di fungo dalle quali sono scaturite piogge nere e radioattive. Tre giorni dopo, la mattina del 9 agosto, la città di Nagasaki assisté alla caduta della seconda bomba atomica, la quale provocò la morte istantanea di 40 000 persone.
Settantasette anni dopo è importante esaminare e valutare l’impatto che ha avuto questo catastrofico evento nella cultura, nella società e nell’arte giapponese.
L’orizzonte prima del cataclisma:
Nel XVII secolo, lo Shogunato del Giappone, basato in quel tempo in un sistema politico feudale tradizionale, entrò in uno stato di isolamento nazionale completo, proibendo l’uscita dei suoi abitanti e limitando il commercio internazionale. Per più di duecento anni, il Giappone sviluppò un divino senso di nazionalità e riverenza verso le figure che ne erano al comando. Le superpotenze straniere, che avevano già conquistato e sottomesso le nazioni vicine, si avvicinarono un’altra volta al paese del Sol Levante, richiedendo che si aprissero le porte al commercio. Ciò ha provocato una crisi nazionale, che è terminata nel 1868 con l’inizio della Restaurazione Meiji e l’instaurazione del Grande Impero del Giappone. In questo modo è iniziato un periodo di modernizzazione e industrializzazione nazionale, accompagnato da un espansionismo imperialista nell’Asia dell’Est. L’obiettivo era chiaro: dimostrare alle potenze occidentali che il Giappone era un paese abbastanza moderno e forte come loro. Inoltre, attraverso l’espansione, il governo è riuscito a soddisfare il sentimento nazionalista della popolazione. Negli anni precedenti alla Seconda Guerra Mondiale, inoltre, si iniziò a promuovere il tennoismo, cioè il culto all’imperatore. Si chiese al popolo giapponese obbedienza assoluta e lealtà all’Imperatore, considerato discendente degli dei: in questo modo si riusciva a creare la percezione che il suicidio in nome dell’impero fosse più dignitoso che la resa.
Per questa ragione, quando caddero le bombe atomiche, la popolazione nipponica assisté alla morte di un sistema e di un’identità che lo avevano accompagnato per secoli. L’imperatore, figura divina che li avrebbe dovuti proteggere dai nemici occidentali, fu incapace di evitare la distruzione di Hiroshima e Nagasaki, e dovette ricorrere alla resa. Il Giappone dopo la guerra fu un paese che affrontò una crisi di identità regionale senza precedenti e sopportò una vergogna nazionale e collettiva grandissima.
L’arte atomica giapponese:
Molti giapponesi tentarono di reprimere questi tragici eventi e continuare con le loro vite. Tuttavia, gli hibakusha, cioè i sopravvissuti ai bombardamenti, funsero da ricordo perenne del cataclisma atomico. L’esposizione alla radiazione e gli effetti dell’esplosione ebbero come conseguenza che 650.000 persone sviluppassero deformazioni fisiche e altri gravi malattie con il passare del tempo, come il cancro e la leucemia. Inoltre, i sopravvissuti dovettero vivere con un forte trauma causato dalle terribili scene cui assistettero nei giorni seguenti all’esplosione. In aggiunta a tutto questo, nell’essere ricordi vivi della sconfitta nazionale furono discriminati e ripudiati da parte della popolazione e dallo Stato giapponese, rimanendo nella parte più bassa delle classi sociali.
La paura e il trauma furono due costanti della vita, non solo dei sopravvissuti ma anche dal resto della popolazione giapponese dopo le catastrofi atomiche. Pertanto, questi fattori entrarono anche nella cultura nipponica, specialmente nell’arte, denominata posteriormente arte hibakusha.
La rappresentazione artistica degli anni successivi alle esplosioni di Hiroshima e Nagasaki fu caratterizzata dall’omissione della catastrofe nucleare, causata da due fattori principali: il primo fu che, dopo la sconfitta dell’Impero giapponese, l’isola fu occupata per sette anni dagli americani, che proibirono qualsiasi tipo di riferimento alle bombe. Il secondo motivo riguarda la suscettibilità che toccava la popolazione rispetto ad un tema tanto delicato come quello dei traumi post-bellici. Tuttavia, in questo periodo, vari artisti si dedicarono a ritrarre (direttamente o indirettamente) le conseguenze e gli orrori delle bombe nucleari. Alcuni esempi sono la collezione di murales Fantasmi realizzati da Iri e Toshi Maruki, o il film Gōjira (Godzilla) del 1914. Il caso di questo film è speciale poiché in Giappone diventò un simbolo del dolore generato dal disastro nucleare (infatti, la pelle di Godzilla è ispirata alle ferite che alcuni hibakusha presentavano), mentre negli Stati Uniti fu visto come un semplice film di mostri: fu anche adattato per il pubblico americano, ma senza la componente di critica nucleare e militare.
(Fantasmas I – Iri Maruki & Toshi Maruki – 1950)
(Gōjira – Ishirō Honda – 1954)
Gli anni passarono e arrivarono nuove generazioni di artisti (che erano bambini quando le bombe esplosero) e la comprensione degli avvenimenti cambiò: il sentimento passò dall’essere reazionario ed emotivo all’essere riflessivo e pessimista. La crisi di identità (tanto della nazione intera come dell’individuo) si convertì nella tematica principale dell’arte giapponese degli anni ’60: un’arte che prese un carattere più esistenzialista e dell’assurdo. Ricordiamo che gli ideali tradizionali dell’impero giapponese si videro distrutti insieme allo sterminio di Hiroshima e Nagasaki, di conseguenza il paese (e la popolazione) rimasero senza personalità, anima e cammino. I pittori, i fotografi e i cineasti giapponesi cominciarono a chiedersi che cos’era il Giappone e questa domanda sembrava non aver risposta.
Nella decade degli anni 80, tuttavia, gli artisti cominciarono a stancarsi dell’assurdo, del pessimismo e del sentimentalismo che aveva caratterizzato l’arte giapponese per trenta anni. La catastrofe nucleare si sentiva ora lontana per il fatto che non potevano continuare ad aggrapparsi a ciò che era accaduto per molto tempo ancora. Per questa ragione, gli artisti nipponici iniziarono a centrarsi di più nel futuro, nelle nuove generazioni e nell’idea di una cura e un domani equilibrato e pieno di speranza. Il principale esponente di questo nuovo movimento è il cineasta Hayao Miyazaki (regista di “Il mio vicino Totoro” e “Il viaggio di Chihiro”). I suoi film ruotano intorno alle nuove generazione (presentano bambini come protagonisti) e alla sconfitta del male, non attraverso il male ma con un profondo pacifismo utopico.
Curarsi e ricordare:
È attraverso questo grande gruppo di artisti che il Giappone, un paese che ha assistito al cataclisma nucleare (in due occasioni) e a un radicale sgretolamento della propria identità nazionale, è riuscito a formare nuovi ideali che plasmano la società nipponica, una società che ancora conserva i traumi delle bombe atomiche del 1945, ma che lotta per un futuro tranquillo. Di conseguenza, l’arte ha lavorato come un mezzo per sentire, curarsi e soprattutto ricordare.
Sono passati settantasette anni dalla catastrofe e sembra che il mondo non abbia imparato niente (nel pianeta esistono circa 14.465 arme nucleari). Per questo motivo è importante ricordare l’orrore vissuto a Hiroshima e Nagasaki; ricordare i milioni di persone le cui vite finirono in un istante, i milioni di bambini che rimasero orfani e privi di speranza e le esperienze di una nazione che è rimasta traumatizzata dal desiderio di mostrarsi come una nazione superiore in fatto di armamenti.
Tradotto da Alessandra Hinojosa