de Renata Molinari Vildósola III Liceo Linguistico

Era el amanecer del 8 de septiembre de 1820, cuando las primeras luces del sol comenzaron a teñir el cielo de un dorado vibrante sobre el puerto de Paracas, no lejos del pueblo de Pisco. El rugido de las olas se mezclaba con el suave murmullo de los hombres que observaban, expectantes, el horizonte. Las velas de las naves libertadoras ondeaban, firmes y decididas, mientras el viento arrastraba los últimos susurros de las noches coloniales. A bordo de la embarcación, el general Don José de San Martín, imponente y sereno, contemplaba la costa con determinación. 

El marino inglés, Thomas Cochrane, quien acompañaba la expedición, se acercó al general. Su experiencia en las guerras napoleónicas le había enseñado a reconocer a los grandes líderes y, en ese instante, vio en San Martín no solo a un soldado, sino a un visionario. Las tierras del Perú aún respiraban la opresión del dominio español, pero todo eso cambiaría muy pronto. La campaña emancipadora había comenzado, y con ella, una nueva era para toda América. 

—Llegó la hora, general —dijo Cochrane. San Martín asintió. 

—Llegó la hora —repitió, más para sí mismo que para Cochrane. 

San Martín sabía que las batallas que se avecinaban no solo serían en el campo de guerra, sino también en la política y la diplomacia, para asegurar el destino de esta nación aún por nacer. El puerto de Paracas sería el primer paso hacia la capital virreinal: Lima, la cual, con una sociedad aún dividida, se preparaba para los días más decisivos de su historia. 

En Lima, mientras tanto, la aristocracia criolla seguía aferrada a la idea de una monarquía española debilitada, pero todavía influyente. La ciudad respiraba incertidumbre, los rumores de la expedición libertadora ya habían llegado. El virrey Joaquín de la Pezuela, preocupado, se rodeaba de sus consejeros más cercanos, tratando de mantener el control sobre la rígida situación. Los criollos, divididos entre los que deseaban la independencia y aquellos que temían perder sus privilegios, mantenían conversaciones clandestinas en los salones dorados de las casonas limeñas. Al mismo tiempo, las clases populares, mestizos y esclavos, comenzaban a escuchar las promesas de libertad.  

Las calles de Lima estaban llenas de contrastes. Por un lado, las procesiones religiosas mantenían la fachada de una ciudad devota; por otro, las tabernas y mercados eran el escenario predilecto para debates acalorados sobre el futuro del Perú: la llegada de San Martín iba dejando huella y la legión de patriotas era cada vez más numerosa. Entre esos patriotas se encontraba un joven músico, Bernardo Alcedo, y su amigo poeta, José de la Torre Ugarte, ambos llenos de fervor independentista. Juntos, en una humilde casa del centro de Lima, daban forma a una composición que resonaba en las calles y en las reuniones clandestinas: “La Chicha”. La canción, simple melódicamente, era muy contagiosa.  

“La Chicha” era un himno en quechua y español que convocaba al pueblo a unirse, a resistir, a recordar que muy pronto la libertad llegaría…  

Una noche, en una casa que servía de refugio para los insurgentes, se escuchó en la voz de Alcedo y en la melodía de su guitarra: 

La chicha es un brindis 

para el pueblo libre, 

que su destino alzará, 

y con un grito de guerra 

su victoria anunciará. 

De La Torre Ugarte, observaba detenidamente, cómo las palabras que había escrito cobraban vida en la voz de su amigo. Sabía que pronto aquella canción, nacida en un momento de esperanza, sería coreada por hombres y mujeres de todas las clases sociales, como un símbolo de resistencia y fe en un futuro mejor. A medida que la canción se escuchaba más y más, aparecían los fieles al virrey que la censuraban, pero las notas de “La Chicha” ya se habían impregnado en los corazones de los patriotas. 

Mientras tanto, San Martín, en Pisco, recibía noticias de Lima, en donde la población estaba dividida, pero confiaba en que las ganas de libertad le ganarían al miedo. Ya se había enterado de la canción patriótica y eso lo llenaba de esperanza. Una tarde, tomó una decisión crucial: movilizar al ejército con mayor decisión, así como ganar terreno en el plano ideológico. Para esto, envió emisarios que lo ayudaron a estar más cerca con aquellos que, en Lima, promovían la libertad a través de la música y la palabra. Estaba convencido de que una nación no se forjaba solo con espadas y batallas, sino también con el corazón y la cultura. 

Así, mientras el ejército esperaba el momento del combate, “La Chicha” se convertía en un arma muy poderosa. La letra y el ritmo se escuchaba por las calles limeñas, y entusiasmaba a todos los que anhelaban ver la bandera de la libertad ondear sobre la ciudad. Por su lado, el Ejército Libertador, avanzaba desde la costa, pero San Martín sabía que solo con las armas no iba a ganar; por eso, pensó en dialogar con las autoridades virreinales e intentar evitar un derramamiento de sangre innecesario, es en ese momento que surgen las famosas conferencias de Miraflores. Y así San Martín, ya cerca de Lima, se reunió con representantes del Virrey Pezuela, y fue muy claro en su posición: el Perú debía ser libre e independiente. 

—No es solo la libertad lo que buscamos —declaró San Martín con voz firme y clara—. Es la justicia y la dignidad de un pueblo que merece forjar su propio destino. 

Pero como era de esperar, los representantes virreinales eran inflexibles; ellos querían mantener, a toda costa, los lazos con la monarquía española. San Martín, en este punto, sabía que la guerra sería inevitable. Dejó la reunión, convencido de que los patriotas serían los que decidirían el destino del Perú. A estas alturas, San Martín estaba seguro de que las negociaciones habían puesto al virrey nervioso, a la aristocracia limeña muy indecisa y al pueblo cada vez más convencido de que su libertad no podía postergarse. Mientras las conferencias de Miraflores llegaban a su fin sin acuerdo, Lima estaba cada vez más convulsionada, las familias más conservadoras rezaban por una intervención divina que los salvara de la amenaza libertadora; por su lado, los más jóvenes, llenos de ideales, querían unirse a las fuerzas de San Martín, quien ya estaba en la costa peruana, y esto significaba la entrada de un ejército, pero también el inicio del fin de siglos de dominación española. 

Finalmente, cuando el Libertador pisó las calles de Lima meses después, fue aclamado por un pueblo que, a través de la música y el arte, había comenzado a conquistar su libertad. Y mientras la multitud vitoreaba su llegada, en algún rincón, la guitarra de Alcedo seguía sonando, y con ella, el eco de “La Chicha”, el brindis de un pueblo que había ganado su independencia.