de Francesca Parodi Arrús — III Scientifico B
Mi nombre es Micaela Bastidas y las visiones siempre han sido parte de mi vida: tanto de día como de noche he visto imágenes o he tenido presentimientos de un supuesto futuro, como si alguien más estuviera controlando mi mente. Este don inesperado se convirtió en el eje de una rebelión que cambiaría el curso de nuestra historia.
Todo empezó en 1779, en Tinta, la noche que mi esposo, Gabriel Condorcanqui, me habló de ideales separatistas del régimen colonial y de su posible plan para ponerlos en práctica. Inicialmente, tuve una buena premonición, vi fama y éxito, pero, después de un rato, sentí un escalofrío, vi nuestros rostros enmarcados en un ambiente de muerte y sufrimiento. La incoherencia de mi premonición hizo que me cuestione todo, me pregunté si sería posible elegir el destino y evitar el lado doloroso o si nuestro futuro ya estaba predeterminado. Sin embargo, al comentarle mis dudas a mi esposo, él solo conservó las palabras «éxito y fama». Esa noche, mientras Gabriel dormía, yo permanecí despierta, planeando cómo usar mi don para asegurar nuestro triunfo y evitar el sufrimiento que había visto.
Los meses siguientes fueron un torbellino de preparativos secretos y conspiraciones. Finalmente, la rebelión estalló el 4 de noviembre de 1780, cuando Gabriel, ahora conocido como Túpac Amaru II, capturó y ejecutó al corregidor Antonio de Arriaga en Tinta. Mientras mi esposo lideraba a nuestro pueblo con valentía y se convertía en el rostro visible de la insurrección, era yo quien realmente dirigía nuestras estrategias desde una posición menos evidente. Yo trabajaba incansablemente, utilizando mis visiones para esquivar emboscadas, descubrir traidores y planear ataques precisos y eficientes. Nuestra rebelión se expandió rápidamente por el sur andino, ganando seguidores en cada pueblo y comunidad.
Sin embargo, con cada victoria, mis premoniciones se volvían más sombrías. De hecho, durante una operación que lideré en Cusco, en ausencia de Túpac Amaru, tuve una visión perturbadora: la plaza de armas de Cusco estaba manchada de sangre y nuestros cadáveres expuestos ante una multitud. Intenté eliminar esa imagen de mi mente; estaba convencida de que podríamos alterar ese futuro utilizando adecuadamente mi don. Creí que todo era cuestión de esforzarse más y, en efecto, tuve razón: a principios de 1781, nuestra rebelión tuvo mucho éxito, incluso diría que alcanzó en ese momento su apogeo.
Habíamos logrado controlar gran parte del sur, desde Cusco hasta Puno. El 10 de enero, nuestras fuerzas obtuvieron una victoria decisiva en la batalla de Sangarará, donde derrotamos a los españoles a pesar de que muchos consideraban que ellos estaban mejor equipados. Evidentemente, mis visiones nos permitieron anticipar sus movimientos y preparar una emboscada perfecta. Capturamos un arsenal considerable y esta victoria atrajo a miles de indígenas y mestizos a nuestra causa. La noticia se extendió como el viento, debilitando la moral de los españoles y fortaleciendo nuestra posición.
A pesar de nuestros éxitos, sentí que debíamos mantenernos alertas. Aunque nos estábamos alejando del destino doloroso que había visto, de ninguna manera pensaba arriesgarme; tenía que continuar aumentando mis esfuerzos. Por ende, convencí a Túpac Amaru de cambiar nuevamente nuestros planes de batalla, evitando cuidadosamente cada escenario que se asemejara a mis visiones. Reorganicé nuestras fuerzas, dispersándolas en pequeños grupos para dificultar una posible traición. Cada noche, me sumergía en un trance y buscaba nuevas pistas y significados en mis visiones.
Estos cambios constantes no pasaron desapercibidos. Algunos de nuestros seguidores comenzaron a cuestionar los repentinos cambios de estrategia. Túpac Amaru supuestamente me apoyaba y confiaba en mí, pero cada vez se mostraba más inquieto y me llamaba «paranoica». Una noche me dijo: «No podemos liderar una revolución basándonos solo en tus sueños». Fue entonces cuando decidí tomar medidas drásticas por mi cuenta. Me fui a Lima en secreto con un plan audaz para infiltrarme en el corazón del poder colonial y obtener información que pudiera cambiar el curso de la guerra. Durante semanas, me moví entre las sombras de la capital, escuchando conversaciones, robando documentos, buscando cualquier cosa que pudiera darnos ventaja. Sin embargo, con mi ausencia, lo que más temía comenzó a hacerse realidad. Recibí noticias de que nuestras fuerzas habían sufrido una derrota devastadora cerca de Cusco. Túpac Amaru, sin mi consejo y mis visiones para guiarlo, había caído en una trampa de los españoles. Se me destrozó el corazón, sentí que estaba fallando en mi intento de modificar el destino, aun así, no estaba lista para rendirme. Decidí regresar inmediatamente y solucionar la situación.
La realidad que encontré a mi regreso fue devastadora. Logré llegar a nuestro campamento justo a tiempo para ver cómo se desmoronaba todo lo que habíamos construido. Un hombre de confianza, un primo lejano de Túpac Amaru nos había traicionado revelando nuestra posición a los españoles. Busqué a Gabriel: «¡Debemos huir ahora!», exclamé. Pero ya era muy tarde, escuchaba cada vez más cerca los cascos de los caballos. Estaba desesperada. Mi último intento fue dividir en grupos a nuestros seguidores y esperar confundir a los españoles. Túpac Amaru y yo corrimos hacia las montañas y llegamos a una quebrada con un puente decrépito. Mientras cruzábamos, las cuerdas se desplomaron por nuestro peso. En ese instante de caída libre, entendí que, independientemente de cuánto lucháramos, algunas situaciones estaban fuera de nuestro control. De alguna manera milagrosa, nuestros fieles nos salvaron, creando un tipo de cadena humana. Pensé haberme equivocado; de hecho, habíamos logrado liberarnos del tétrico fin presente en mis visiones. ¡Qué ilusa! Miré a mi alrededor: estábamos rodeados de españoles. Llena de amargura, vi con claridad que nuestro destino estaba sellado.
El 18 de mayo de 1781, en la Plaza de Armas de Cusco, exactamente como lo había visto en mis visiones, vi morir a nuestro hijo Hipólito, a Fernando, a mi cuñado Antonio y a más. Cada ejecución era un golpe a mi corazón, pero me mantuve firme. «Podrán tomar nuestras vidas y dignidad, pero no el deseo de independencia de la población. Estoy segura de que las luchas por ello continuarán incluso después de nuestras muertes», quise gritar, pero solo me alcanzó la fuerza para pensarlo. Entonces, mientras me estrangulaban y mi visión se nublaba, entendí que mis visiones del futuro no eran para cambiarlo; eso, en realidad, es imposible. Hay cosas que simplemente están predeterminadas. El verdadero poder y objetivo de mis visiones era llevarnos a hacer lo que hicimos y como lo hicimos para inspirar a otros y, finalmente, ser la parte que debíamos ser dentro de una cadena mucho más grande.