de Valeria Mavila Catter — III Artistico
“Veinte años hace que trabajo con indeclinable afán por la prosperidad y la independencia de mi patria, como profesor y literato durante la dominación española; como magistrado desde el 28 de julio en que proclame junto a San Martín la independencia…”. Se escuchaba borroso, una y otra vez, afuera de esta sala blanca, lúgubre, silenciosa y fría. Solo podía mover mis ojos, de un lado a otro, de arriba abajo y por más fuerza que aplicaba no lograba levantar ni un dedo. Las agujas punzantes de ese reloj se movían sin parar, “tic tac, tic tac”, los minutos pasaban “tic tac tic tac” y ese efecto que me mantenía inmovilizado se apagaba. El aroma antiséptico retumbaba; sin embargo, forcejeé la cinta que amarraba mis brazos y bruscamente me senté. Borrosamente pude notar más de 30 hombres y 20 mujeres como yo, dormidos; aproximadamente, 40 niños y niñas amarrados a unas camillas largas de metal, todos inconscientes, pero se movían involuntariamente mientras soñaban. Rápidamente arranqué los cables que me conectaban a unas máquinas, desamarré las cintas de mis piernas, trepidante me paré y agitado empecé a caminar. Una fuerte punzada en el tríceps braquial de mi brazo derecho me paralizó, el piso empezó a temblar, las paredes a vibrar y la intensidad de las luces blancas no me dejaba avanzar. Sin embargo, continué, sabía que no era un lugar seguro, que debía salir inmediatamente, y, después de varios intentos, abrí esa puerta de acero que nos dividía del exterior. Caminé por unos pasillos largos y estrechos, bajé miles de escaleras en forma de espiral forradas en una alfombra roja, y, cuando vi ese inmenso portón de madera, mi única reacción fue jalarlo con firmeza. Una multitud de personas que se encontraban bajando los escalones de esa plaza parecía escuchar y admirar el discurso del padre de la medicina peruana, Hipólito Unanue. Desconcertado pude notar en una inmensa vitrina la silueta de un hombre al centro del portón del Palacio de Gobierno, de alta estatura, famélico, con una túnica blanca, descalzo, el cabello alborotado, los ojos rojos y una tonalidad pálida en la piel. Repentinamente, sentí las miradas de confusión y el susurro de incertidumbre entre las miles de personas y entendí que esa deteriorada silueta era un reflejo de mi realidad. Empezaron las constantes preguntas que buscaban resolver las dudas sobre mi aparición, “¿Quién es? ¿Qué hace ahí? ¿Por qué viste de esa manera? ¿Quién lo dejó entrar?”. Fue así como yo mismo empecé a llenar esos espacios en blanco de mis recuerdos ¿Quién soy? ¿Qué hago aquí?
Hace 7 años, un tedioso miércoles de 1816, después de comprar en la Av. Oscar R. Benavides unos sabrosos tamales, llegué a mi edificio, subí 5 pisos cargando bolsas y cansado entré a mi departamento. Me senté en ese desgastado sillón color guinda, agarré el periódico y empecé a leer como usualmente lo hacía. En un absoluto silencio, donde solo se escuchaba el vapor que salía lentamente del agua hervida, evadí las nuevas y aburridas noticias, sin embrago, mi atención fue captada por una que hablaba sobre un importante médico: “Con 22 años, Hipólito Unanue, llegó a Lima, ingresó a la Real y Pontificia Universidad de San Marcos, donde mostró su verdadero interés por las Ciencias Naturales. Logra adquirir el título de bachiller en medicina en 1814 y, dos años después, logra la licenciatura y el doctorado”, decía la introducción de la página. Continué leyendo sin parar, y no solo me resultaba interesante el aporte que él estaba realizando para la medicina del Perú, sino también el hecho de que exactamente en 15 días yo empezaría a estudiar anatomía en esa misma universidad. Recuerdo con claridad la extraña emoción que generó en mí, enrollé y agarré fuertemente el periódico y me dirigí hacia mi escritorio, ya que tenía la necesidad de continuar observando las escasas ilustraciones de ese libro voluminoso que mostraban las distintas partes del cuerpo humano. Las palabras e imágenes parecian salir del libro, mi capacidad para captar rápidamente los nombres y mi memoria fotográfica era atípico. Se repetía constantemente en mi cabeza “lóbulo frontal, bulbo raquídeo, medula espinal, córtex somatosensorial” una y otra vez. La curiosidad por este nuevo método me motivó a levantarme a las 4:00 am. cada día y leer más de 12 libros de unas 300 páginas; sabía que tenía la oportunidad de encontrarme entre los primeros estudiantes que conocerían a Hipólito Unanue, gracias a él la medicina dejó de ser únicamente teórica.
Las semanas pasaron y llegó ese caluroso lunes, me levanté al alba, organicé mis libros, preparé un gustoso pan francés y un fresco jugo de naranja. Inmediatamente, salí y después de unos minutos, entré por esos muros color salmón con bordes blancos que rodeaban toda la universidad. Fui el primero en entrar al salón de clases. No solo estaban las carpetas de madera, también había un espacio adicional que aparentaba ser un laboratorio. Eran las 8 en punto y, según el horario, las clases que dictaría el doctor Hipólito Unanue debían ya empezar, pasaron los minutos y nadie se presentó. Repentinamente, empecé a escuchar un sonido agudo y punzante que provenía detrás de un muro cubierto con una inmensa fotografía describiendo cada detalle de nuestra anatomía. Desconcertado me acerqué y, cuando estaba a milímetros de apoyar mi oído izquierdo en la pared, apareció él. El sonido se apagó, lo miré fijamente y conteniendo el asombro, pude notar cierto temor en su rostro, los cabellos de sus brazos de punta, una gota de sudor caía por la parte derecha de su frente, parpadeaba rápido, la boca seca, guantes quirúrgicos puestos y pequeñas chispas de sangre en su bota inzquierda; sin embargo, disimulando su peculiar aspecto se presentó naturalmente. Debo admitir que yo también actúe como usualmente lo hago, tratando de evadir y olvidar aquello que apenas había visto, pero de mi cabeza no salía ese sonido ni esas pequeñas gotas de sangre que me acompañaron por el resto del día. Al finalizar las clases, salió apurado y mi curiosidad me impulsó a seguir sus pasos, salió de la universidad, giró dos veces a la derecha y entró por un angosto callejón, donde a la lejanía se podía observar una de las puertas traseras del Hospital San Andrés. Lo seguí sigilosamente, al entrar debíamos bajar 4 pisos hasta llegar a una puerta gris con letras rojas que decía “Anfiteatro Anatómico”. Él entró, sin embargo, yo no podía avanzar más, me quedé unos minutos sentado en el segundo escalón, cuando, de repente, pude observar una pequeña rejilla en la parte inferior de la pared, y al acercarme me encontré con una escena escalofriante. Era un espacio completamente cerrado con más de 50 camillas, las cuales tenían ciertos bultos cubiertos con un pedazo de plástico color azul. Súbitamente tres de estos bultos los destapó y si bien aparentaba un estudio de cadáveres, estos tenían un aspecto vivo. Lo acompañaba un hombre de alta estatura, piel oscura, cabello negro y lacio, ojos negros rasgados y la nariz aguileña. Después de escuchar y observar atentamente, entendí que se trataba de José de San Martín. Estaban realizando experimentos en humanos moribundos con el objetivo de poder extraer un medicamento que permita manipular a los grandes políticos para integrar el primer Congreso Constituyente del Perú y, principalmente, lograr el Perú como una monarquía independiente. Fue, en ese momento, cuando entendí que no era el único laboratorio donde se realizaba este tipo de maltratos, entendí las pequeñas gotas de sangre y el sonido punzante de la mañana, y decidí salir inmediatamente. Caminé veloz y en silencio. Escuché gritos: habían notado mi presencia. Subí las escaleras, salí, volteé dos veces y corrí sin parar, con desesperación, por las calles solitarias y oscuras, pero no me liberé de ellos.
Desconozco exactamente todo lo que pasó, pero me desperté, logré salir y ahí me encontraba, sintiendo las miradas de confusión y el susurro de incertidumbre entre los miles de personas, llenando esos espacios en blanco de mis recuerdos, lo que me permitió entender que fui uno de esos bultos, entre los miles de camillas, cubierto con un plástico azul. De pronto, usted me agarró fuertemente del antebrazo y me trajo a esta sala aisalda con paredes marrones y un suelo gris. Y aquí estoy contándole el otro lado de la historia, contándole la verdad sobre el famoso Hipólito Unanue y es usted, detective, el único en saberlo.
¿Pero quién me garantizaba que el “detective” formaba parte de los buenos y expondría el otro lado de la historia? ¿Quién me garantizaba que no volvería a ser uno de esos bultos y no volvería a perder la memoria?