de Sabrina Bueno Rossi, Aludena Tenorio de Feudis y Lucas Pinillos Bríos – 3° Media A
En la pequeña y pintoresca aldea de Ashiya, situada en Tarapoto, justo debajo de las majestuosas cataratas de Ahuashiyacu, vivía un anciano llamado Don Lautaro. Su baja estatura, piel morena y cabello blanco como la nieve lo hacían inconfundible entre los aldeanos. Aunque todos lo conocían, pocos le prestaban atención, considerándolo un loco por sus historias y leyendas que, según ellos, carecían de sentido. Sin embargo, había un joven que siempre lo escuchaba con devoción: Hanak, de diecisiete años, alto, de piel muy morena y de recursos humildes. Para Hanak, Don Lautaro era el abuelo que nunca tuvo.
Una tarde, Don Lautaro se encontraba sentado en la plaza del pueblo, con la mirada fija en las cataratas. Su expresión reflejaba preocupación, y sus ojos, generalmente brillantes y llenos de historias, estaban oscurecidos por un mal presentimiento. Hanak, que lo visitaba diariamente, se acercó y notó la diferencia en su mirada.
—Don Lautaro, ¿qué le preocupa? —preguntó Hanak, tomando asiento a su lado.
El anciano suspiró profundamente antes de responder.
—Hanak, se cumplen cien años desde la tragedia de la princesa Shiya y su amado Ahua. Mis presentimientos nunca fallan. Algo terrible va a pasar. Las dos caídas de la catarata llorarán más que nunca, inundando nuestro hogar.
Hanak, que siempre había confiado en las palabras de Don Lautaro, sintió un escalofrío recorrer su espalda. Sabía que debía actuar, y rápido.
—Don Lautaro, siempre he creído en usted. ¿Qué debemos hacer?
El anciano tomó una profunda bocanada de aire, como si estuviera a punto de compartir un secreto que había guardado durante toda su vida.
—Debemos convocar al pueblo y advertirles del peligro. Pero temo que no nos creerán.
Sin perder tiempo, ambos se dirigieron a la plaza principal y comenzaron a llamar a los aldeanos. Las personas se reunieron, murmurando curiosas, sobre lo que el anciano loco tendría que decir esta vez. Don Lautaro alzó la voz, tratando de imponerse sobre el ruido del chismorreo.
—¡Amigos, escúchenme! Las cataratas están por desbordarse. Se avecina una inundación que podría destruir nuestra aldea. Debemos prepararnos.
Las risas y burlas no se hicieron esperar. Nadie tomaba en serio al anciano, y sus advertencias fueron desestimadas como delirios. Incluso Doña Amanda, la madre de Hanak, miró a su hijo con desaprobación.
—Hanak, no deberías estar escuchando a este viejo loco —le dijo, jalándolo del brazo.
Pero Hanak se soltó suavemente.
—Mamá, confío en Don Lautaro. Sé que dice la verdad.
Esa noche, las cataratas de Ahuashiyacu rugieron con una fuerza inusitada, y pronto el agua comenzó a desbordarse, inundando las calles del pueblo. El caos se apoderó de los aldeanos, que corrían de un lado a otro, sin saber qué hacer.
Mientras tanto, Don Lautaro y Hanak se refugiaron en la humilde casa del anciano. El anciano, con calma sorprendente, comenzó a explicar lo que debían hacer.
—Hanak, la leyenda dice que para calmar las cataratas y detener el llanto de la princesa, debemos llevar al toro Ahua a la cima y hacer que beba de la parte más alta y de la caída más larga. Solo así se calmarán las aguas.
—¿Dónde está el toro? —preguntó Hanak, decidido.
Don Lautaro lo condujo al patio trasero, donde el imponente toro estaba oculto. Con cuidado, liberaron al animal y comenzaron la ardua subida por las resbaladizas rocas de las cataratas. La corriente era fuerte, y cada paso se volvía más peligroso.
El anciano, con esfuerzo, trataba de no caer mientras Hanak lo ayudaba y controlaba al toro. El camino era traicionero, y en más de una ocasión, Don Lautaro estuvo a punto de perder el equilibrio. Finalmente, a pocos metros de la cima, el anciano tropezó con una piedra y cayó al agua.
—¡Don Lautaro! —gritó Hanak, desesperado, con lágrimas en los ojos.
El joven quería bajar a ayudar a su amigo, pero sabía que debía cumplir con su misión. Con el corazón apesadumbrado, continuó su ascenso. Llegó a la cima y, con esfuerzo, hizo beber al toro de la parte más alta de la cascada. De inmediato, las aguas se calmaron y las cataratas dejaron de llorar. El pueblo recuperó la paz, pero Hanak tenía el corazón roto.
Bajó rápidamente para encontrar a Don Lautaro, quien yacía sin vida, pero con una leve sonrisa en su rostro. El sepelio del anciano fue emotivo. Todo el pueblo se arrepintió de no haberle creído y le agradecieron por haberlos salvado.
Durante la ceremonia, Doña Amanda se acercó a Hanak, con los ojos llenos de lágrimas.
—Hanak, perdóname por no haber creído en Don Lautaro. Sin él, no estaríamos aquí.
El joven asintió, con su corazón lleno de orgullo y tristeza.
Desde ese momento, Don Lautaro se convirtió en el héroe de Ashiya. Su historia y su sacrificio fueron recordados y celebrados por siempre. Hanak, aunque triste por la pérdida, sentía orgullo y gratitud por haber sido su fiel compañero hasta el final. El pueblo nunca olvidó que, si no hubiera sido por él, la aldea habría desaparecido entre las aguas.