Di Almudena Peña Chiarella, Thiago Cabrera Romero, Michnaika Mauroni Mercanti

Hace muchos años, en las azuladas y verdes tierras de San Martín, existía una pequeña aldea escondida entre la niebla y los árboles altos del Alto Mayo. Vivía ahí una niña de 11 años llamada Kaya. Era morena y con el cabello largo como las lianas que cuelgan en el río; sus ojos marrones brillaban como el río Huallaga en las mañanas. Ella vivía con su familia, formada por su mamá y su abuela. Todos los días las tres se levantaban a las 5:30 a. m. para cuidar de sus cultivos. Para Kaya era difícil, pero amaba tanto a su familia que la hora ya no era un problema. 

Desde pequeña, Kaya había escuchado las historias de su abuela sobre el origen del sagrado cacao. Según la leyenda, el dios asháninka del bosque Apu Sacha Mama, entregó el primer grano de cacao a los humanos como signo de respeto hacia la naturaleza. “¡Este fruto es sabiduría, dulzura y fortaleza!”, decía la abuela. “Pero solo quienes los cultivan con el corazón pueden descubrir su secreto.” 

Un día, mientras Kaya cultivaba cacao con su madre, comenzó a hacer las cosas sin ganas, como si estuviera molesta o triste por algo. Su mamá se dio cuenta y le dijo:  

—Querida hija, ¿qué es lo que sientes? ¿Por qué no me hablas, por qué no me dices qué sucede? 

A lo que Kaya respondió:  

—Madre, llevo pensando desde hace mucho tiempo lo mismo. Ya llevo más de dos años ayudándolas con el cacao, plantando y plantando, y aún no descubro el secreto del que tanto habló mi abuela.  

La madre se quedó callada y continuó regando. Kaya molesta, comenzó a caminar por un camino que llevaba a un lugar donde había muchos árboles con cacaos, ella estaba con tanta rabia que comenzó a patear rocas, hasta que vio algo brillante como un diamante, algo nunca visto. Kaya sintió curiosidad, entonces agarró una rama que vio en el piso y comenzó a golpear el cacao para que cayera. Cuando el cacao dorado cayó comenzó a brillar fuertemente, haciendo que Kaya se asuste cada vez más. Pero agarró valentía y lo recogió del piso. Apenas lo agarró, el cacao comenzó a decir:  

—¡Kaya, tú puedes, sálvame! 

Kaya, asustada, pero con curiosidad, se llevó el cacao a su casa y se lo mostró a su mamá. Ella le dijo:  

—Ay hija, de todos los cacaos que hay, recogiste el más defectuoso, el más feo… 

A lo que Kaya respondió:  

—Pero mamá… Este cacao tiene algo especial. ¡Me habló!  

La abuela interrumpió la conversación diciendo: 

—Kaya, si sigues recogiendo estos cacaos tan… feos, no nos ayudas en nada, ahora ve a dormir, que ya es tarde. 

Pero esa noche, mientras Kaya dormía, soñó con el pasado. Vio cómo hace siglos los pueblos originarios de la Amazonía intercambiaban cacao por sal, plumas o herramientas. Vio cómo llegaron los colonos, cómo arrasaron con las plantas y quemaron las tierras… 

Al despertar, Kaya entendió el mensaje. El cacao dorado era una señal. Si su comunidad protegía el bosque, cuidaba el agua y continuaba con las tradiciones de su abuela y la comunidad, el cacao no solo sería un fruto económico, sino también un puente con la memoria. 

Inspirada, Kaya habló con su profesor don Martín, quien le ayudó a escribir un proyecto sobre la historia del cacao en San Martín, desde su uso ancestral hasta su renacimiento como producto estrella del Perú. Juntos organizaron una feria escolar donde explicaron cómo el cacao no solo daba trabajo, sino que unía culturas: los shawi, los awajún, los agricultores mestizos… Todos compartían el mismo respeto por ese fruto. 

Ese mismo año, Kaya descubrió el secreto del cacao del que tanto hablaba su abuela, que resultó no ser un secreto especial, sino haber comprendido la importancia de las tradiciones y el amor hacia su cultura. 

Kaya se convirtió en una defensora del bosque. Cada vez que alguien en su comunidad quería talar un árbol sin razón, ella contaba la historia del cacao dorado. Pronto, otros niños comenzaron a interesarse por las leyendas de sus abuelos y a cuidar las plantas con más cariño. El cacao dejó de ser solo un cultivo, se convirtió en símbolo de orgullo, memoria y unión. 

La abuela, al ver esto, sonreía orgullosa y le decía: 

—Ahora sí, Kaya, el cacao te ha mostrado su secreto. 

Kaya seguía trabajando la tierra con su familia, pero ahora lo hacía con una nueva mirada. Entendía que cada rama, cada hoja, cada fruto tenía su propio espíritu y que cuidar del bosque era también cuidar de su historia. 

Meses después, gracias al proyecto que presentó con su profesor, Kaya fue invitada a un encuentro regional de jóvenes guardianes de la selva. Allí compartió su historia con chicos de otras comunidades: awajún, quechuas, mestizos… Todos escuchaban con atención cómo una niña, un cacao y un sueño podían cambiar muchas cosas. 

Al regresar a su aldea, Kaya caminó hasta el mismo lugar donde había encontrado el cacao dorado. Se sentó bajo el árbol y cerró los ojos. No escuchó voces, ni vio luces, pero sintió algo mucho más fuerte: el latido del bosque acompañando el suyo. 

Y así, el cacao siguió creciendo… 

no solo en la tierra, 

sino en el corazón de quienes aprendieron a escuchar.